martes, 24 de febrero de 2009

Te amo

-¿En verdad me amas?- Repuso la mujer linda, entornando sus ojos grises.
El adolescente la miró con profundidad, enternecido nervioso, con un ligero temblor de labios, buscó las palabras exactas en la humedad de su boca.
-Es la primera vez que digo que amo.
La mujer sonrió, ladeó la cabeza e hizo volar apenas su precioso cabello corto. Vio al joven que encaraba su sentimiento más íntimo, recargado con naturalidad en un árbol del parque del atardecer. Ella se desabotonó la blusa larga y el brasier de mallita, brotaron los senos firmes y tersos; el hombre los miraba tierna, calida, temerosamente. Entregada al instante que vivía, la muchacha realizó una extraña maniobra con la muñeca, se formó un pliegue en la piel e introdujo la mano dentro de su pecho; hurgó tras las líneas horizontales del tórax, extrajo su corazón y se lo tendió al muchacho.
-¿En verdad me lo das? –Dijo él.
-Yo también te amo –respondió ella, sin bajar el brazo.
El joven lo tomó, lo observó; de su bolsa de cuero sacó un pañuelo blanco para cubrirlo y lo guardó. Mientras tanto ella volvía a vestirse; y sus ojos grises eran la neblina tierna de los amaneceres húmedos; eran la escritura amorosa del humo de cigarrillos sensuales, el misterioso pelo de un gato gris que mira del entresueño, eran el claroscuro del espíritu apasionado.
En vuelto por esa mirada femenina, él abrazó a la muchacha, la besó, le revolvió el cabello que volvió a acomodarse con facilidad. La tomó de la cintura y caminaron y caminaron por las calles y avenidas de la noche, reconciliados con ventanas encendidas y apagadas, con los postes y el rumor de la ciudad que se iba apagando.
En el zaguán de la casa de ella se daban el último beso; alumbrados de pronto por la luz eventual de un automóvil. Él notó cierta palidez en el rostro de su novia. Intentando abrir la bolsa expresó:
-Te lo devuelvo, póntelo…
-No es nada, no te preocupes; está mejor contigo –explico ella-. Después de que te vallas me acostaré y voy a soñar tranquila; voy a soñar en los atardeceres que nos faltan por amarnos, en tus ojos cafés, en las barcas grises con que navegaremos la dicha, las nubes, el júbilo; ¿ves? Anda, ve a descansar. Tú me amas y yo te amo. Así están bien las cosas.
Ágil, la mujer linda se perdió tras una puerta roja de madera, y el muchacho se quedó con esa imagen reverberándole en el cuerpo como si una bella y justa fotografía se grabara en su piel. Marchó a su casa creando un camino nuevo para andar por una ciudad nocturna recién inventada.
En la soledad de su cuarto, puesta su pijama vieja de caballos azules, abrió la bolsa de cuero, sacó el corazón, lo desenvolvió. Lo tuvo en las manos, mirándolo sin saber que pensar; sus manos recibían la vívida voz de las corazonadas y se entabló un dialogo de ternuras y pieles conmovidas, de sensaciones nunca antes experimentadas. Una emoción, entre dolorosa y cálida, brotada de sus cuerpo en todas direcciones; supo entonces que el amor era más grande que su cuerpo y que podía ser una fuente inagotable. En ese momento, el joven se amó a sí mismo, quiso a sus zapatos medio chuecos que lo observaban al pie de las barbas de la colcha que lamían el piso; amó a sus libros y cuadernos, adoró las paredes del cuarto, los banderines y la fotografía de su equipo. Quiso a su pijama. El muchacho lloró serenamente y besó el corazón una y otra vez. Limpió sus lágrimas y se sacudió la nariz; puso sobre la almohada aquel trozo fundamental, apagó la luz, se recostó, se durmió. Y soñó que andaba bajo un crepúsculo gris en el que, al atravesar una delgada pared de niebla, veía venir a una mujer que lo llamaba. Allí, entre las sábanas de alto sueño, se tomaron los cuerpos, los acariciaron, desvistieron, los movieron, friccionaron, penetraron, los revolcaron, contorsionaron, sudaron, los desvanecieron, reposaron y durmieron, soñando que se encontraban en la bruma y se amaban y dormían y soñaron que se amaban que dormían que soñaban que se amaban que dormían que dormían ssshhh, sssshhh, ssshhh.

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